lunes, 22 de diciembre de 2014

En mi barrio,
el barrio de los fantasmas
y las juventudes ahogadas
a quince minutos del mar,
crecen flores entre asfalto
entre olor a pintura y
papel
de liar.
Aquí no hay rosas
que cortar
y la muerte es cada avenida
cada pisotón en falso
cada cámara escondida.
La muerte viene
liada
con hielo
escupida sobre tu cara
a (dis)gusto
del consumidor.
Y las personas se hacen grises
por las mañanas
y de noche
podría decirse que no
existen
o quizá
que se limitan
a existir.
Desde el banco
tras una calada
y la noche se convierte
ese gato que
aún con la cola mutilada
se alza orgulloso
y elegante
a contraluz
frente a mis ojos.

Apago el cigarro
y el gato se ha ido
y el aire está como
huérfano
y dolido,
despechado
de no poder
retener
tan inalcanzable
belleza.

El motor de una moto
cualquiera
rompe la magia
y llega la ruina
que también es belleza
y,
a veces,
un sitio
donde esconderse.

¿Saben todas las patatas
del saco
que, cuando una se pudre,
todas las demás
están condenadas
a la misma
y nefasta suerte,
si no consiguen
irse lo más lejos posible?

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