miércoles, 9 de diciembre de 2015

Dejo que se escape,
que no suene apenas,
que la torpeza y el silencio
hagan de las suyas
y regalen el canto milenario,
el gemido sangriento,
eterno,
a los pájaros de la noche.
Dejo que vuelva
gritando, a pedradas
de voces rotas,
que se meta en la sangre,
que me rasque los muslos
por dentro,
que escupa ácido,
que me deshaga.
Dejo que se vaya,
que me olvide,
que pinte mi rostro
en cada mirada
hacia las alcantarillas
y salto charcos,
como si así pudiera evitar
mirarme a los ojos
de verdad.
Pero  vuelve,
siempre vuelve a bañarse
en mi estómago, en mis cabellos,
a beber de estoy que soy
con la sed de mil infiernos,
a quemarme por dentro
y dejarme intacta por fuera,
para que no se noten los daños,
y no se vean los destrozos
que tenga que pagar la poesía.
Las teclas del piano ya no son dientes,
ni tiburones, ni burros,
ni si quiera hienas.
Las teclas del piano
en blanco y negro,
como todos aunque sepamos
que el color existe,
ya no silban,
no sueñan, no aúllan,
no gritan nada
que no sea tristeza.

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