y se dejó cubrir
por el polvo de los muertos.
Así acabó, mimetizada
con el desierto y los sacos
con las cenizas por respirar
en el aire,
con el cuerpo amoldado
a cada piedra
de su barricada,
esa que detenía el dolor punzante
de un nuevo balazo
pero dejaba pudrirse
al sol y al miedo
cada uno de los antiguos
agujeros del pecho.
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