miércoles, 18 de noviembre de 2015

Estos gatos negros que hace años ocuparon las bolsas de debajo de mis ojos se han rebelado. Se han asomado a mis pupilas, curiosos. Se han asustado y me han sacado las uñas. Sus colas erizadas me hacían cosquillas en las pestañas, me daban ganas de llorar. El rugido tenue, amenazador, me ha hecho sentirme, por fin, en casa. Sólo he acertado a ver el destello de un colmillo blanco, afilado, demasiado cerca. Al cerrar los ojos con fuerza he sentido el pinchazo, el escozor doloroso de la piel abriéndose, del aire llenando la noche acumulada, del aire tocando lo que no debería, lo que podría oxidar. Al abrir los ojos la aguja había desaparecido y yo era una Cass inconsciente mirando mis dramas caer suplicantes al vacío del desagüe. La aguja no estaba, pero mis ojeras se habían convertido en puertas abiertas, líquidas, en un tajo limpio y rojo por el que nadaba, desbocado, mi insomnio. Me he mirado al espejo, y allí estaba, destripándome el alma, llorando sangre sin cegueras. Y mis sueños, mis rotos, mis desvelos, mis lluvias seguían cayendo, saliendo de mí en un finísimo reguero granate. Lagrimales de virgen rota para esta muerta en vida, para este alma felina acostumbrada a un cuerpo humano, desnaturalizada como todas. Para este demonio. Me he asomado a mis pupilas, he dejado a mis ojeras escapar de mí, he vaciado el vacío para poder seguir llenándome. De lo que sea. Mierda o cristales, sal o diamantes, lunas llenas, noches ciegas, mares muertos, petróleo o amor, pájaros inútiles que ya no saben cómo alzar el vuelo y picotean en mi cabeza buscando la manera. Venid, venid, tengo sitio para todos.



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