martes, 14 de junio de 2016

La soga o el salvavidas

La poesía no es otra cosa que un niño triste mirando un columpio bajo la lluvia, el óxido comiéndose las cadenas, la incomprensión de la brutalidad natural en cada bocado que da el león al cuello del ciervo. Son las tripas del mundo, también sus pulmones, nos rodea como el aire, nos arropa y después, sin miramientos, nos hace la zancadilla. La poesía es el asfalto en tu boca después de un golpe, un beso en una herida abierta, una infección incurable que no se ve a simple vista pero duele, pero huele. La poesía a veces no es nada y no sale en los telediarios, y a veces es cualquier lágrima resbalando valiente por una mejilla que no se quiere proteger. La poesía es el paracaídas en este mundo, en el que nada más nacer nos obligan a saltar por las ventanas de los rascacielos. Es una máscara sincera, si es que acaso eso existe. Es la melancolía de todo lo que sabemos bello y ruin, de todo lo que se pudre y está en decadencia, de todo lo que crece a partir de eso. De todo. La poesía es un arma con la que herir y herirse, con la que dibujar sonrisas sangrientas rajando las comisuras de la boca. No es otra cosa que una mentira infame que nos escupe la realidad ante el espejo. Un infinito de paradojas, un intento de hacer de la palabra algo de verdad útil para esto que somos y que nadie nos enseña a tragar. A pesar de esto, y por encima de todo la poesía es el suicidio del que no quiere morir y a la vez el instinto de supervivencia del que quiere suicidarse. 

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