sábado, 30 de diciembre de 2017

VIII D.

Ya no escribo, sólo me miro al espejo y me arreglo el pelo, acaricio mis ojeras, me afilo las uñas y tiemblo. Ya no escribo, hace siglos que espero, que vivir ya no es un reto, que el duelo y los daños me acarician el rostro cuando duermo. Ya no escribo porque dentro de mí hay alguien herido, herido hasta la astilla del hueso, hasta lo más profundo del seso, del beso y del sexo. Ya no escribo y casi que soy paciente, y casi que la misantropía me deja acariciar a la gente, y sonreír tranquila, como si la cosa no fuera conmigo. Pero no escribo  y por tanto estoy sedienta de verdad, de terrores nocturnos y pesadillas, de susurros a escondidas, del diablo en mi oreja. Antes, cuando era yo (una de tantas), había un refugio en cada página, ahora he aprendido a encontrar la brújula en cualquier cielo abierto, pero estoy perdida porque no sé hacia donde quiero ir, porque no sé qué quiero. Lo que antes era tan fácil como decir amor, ahora se divide en etimologías y mitos, se vuelve contexto y se deshumaniza, y ya no sé qué es lo que merece la pena en este destino de porcentajes y probabilidades, la libertad son dos dados trucados y me quedé ciega de tacto para poder adivinarlo. No recurriré al mago, existiendo la bruja, antes la magia que el ilusionismo. No dejaré de nuevo que crezcan barricadas en mi pecho. Sólo deseo ramos de neuronas y letras queriendo unirse en mi cerebro en forma de historia o de poema, paisajes románticos que visitar cuando esté sola en mi habitación, que mis lágrimas llenen tormentas y no gastar pañuelos. Tengo un muro de contención entre el garganta y el pecho, entre el oxígeno y mi cerebro, es invisible y me asfixia y sólo sueño con su derrumbamiento a través de metáforas. Me he quedado fuera de mí misma y, aún sin saber cómo, soy incapaz de dejarme entrar.

La poesía con la que tantas veces me he llenado la boca y el alma ahora me da la espalda y no mira hacia atrás. Cuando me he dado cuenta el corazón se me ha roto y el despecho me ha invadido hasta el hueso, pero lo cierto es que fui yo la que se fue primero, sin mirar atrás, por no desangrarme con su cuchillo, por sobrevivir. Pagué el precio más alto, me corté la mitad del corazón y lo eché a la hoguera en sacrificio y ahora sólo me queda la mitad de la sangre, que  ya no da para tinta ni para tanto. 

No puedo volver atrás, como nadie puede. Como nadie es, siendo todavía. 

Me he perdido en el laberinto del lenguaje tratando de encontrar la palabra exacta para este vacío que no es tal. Los muros cada vez son más altos, más rígidos y más estrechos, y casi no me queda cuerpo con el que alimentar mis ansias. Casi no me quedan ansias con las que alimentar mi vida. Casi no me queda vida con la que escribir.

2017 ha sido un parche, una tirita y algo de antiséptico. Pero la herida está debajo y la infección me está devorando por dentro.

Que nadie me lea si no está dispuesto a sufrir como sufro. Que nadie me lea si no se plantea ni la mitad de las lágrimas que caen cada día en este planeta. Que nadie me lea si no es para llorar o para sentir el llanto.

Me siento estancada, nada  nuevo para mis neuronas ni mis zapatos, nada nuevo para esta cabeza demasiado hambrienta que lleva dos años hibernando. Lo de siempre se disfraza y me entusiasma hasta que se desnuda. No sé si hay algo más.




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