jueves, 4 de abril de 2019

La migraña convierte mis párpados en folios en blanco. Demasiada luz dentro de este templo abandonado, demasiada claridad. Mi lucidez sólo puede salir a flote cuando los gatos negros de mis ojeras ronronean despacito. Frunzo el ceño, entorno los ojos, demasiado afuera entra sin filtro a través de mis pupilas. Me duele la cabeza. Los ruidos del mundo rebotan en mi cerebro como si se estuviera librando una guerra y ellos fuesen ganando. Necesito silencio. Necesito música, que es lo más parecido al silencio que hay. Escucho las voces pero no entiendo su idioma, demasiado simbólico, demasiado falso, demasiado complicado para mí que hablo callada mientras miro a los ojos del papel que son los míos. Mi cabeza se rebela ante los 400.000 estímulos de los cuales sólo de 2.000 es consciente mi consciencia. Demasiadas preguntas en cada mirada. Nos inunda la basura. A mí también se me mezclan los sentidos. No sé lo que dije, pero no lo repetiré, por eso lo apunto. No hay que tomarse nada en serio, ni si quiera este dolor que me atraviesa los ojos, ni siquiera este cielo roto y blanco, ni siquiera el rostro que me devuelve la mirada en el espejo. Mi pelaje de felino se eriza y no es por miedo ni por placer. Me siento sobre un péndulo, de Matisse a Schiele, demasiados matices, demasiados conceptos. No tengo por qué elegir. Respiro profundo como si así pudiera eliminar esta puñalada psicosomática que me atraviesa la mente. Bebo agua, me dejo reírme, en el fondo me conozco más de lo que imagino. 


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