lunes, 2 de septiembre de 2019

Septiembre como la serpiente, abraza o muerde para invocar a la muerte

Vibran los espacios que habito como si estuviese apunto de salir disparada, a puntito de atravesar la invisible barrera de la atmósfera y hacerme miles de brillantes pedazos ya en el verdadero exterior posible. Pero no. Es simplemente la lavadora centrifugando, las paredes viejas de un piso que se construyó para las familias obreras allá por el 50 y tantos, sus grietas y sus historias, las vecinas octogenarias a las que ayudo a subir el carrito cuando se dejan por estos cuatro pisos de escaleras de piedra blanca. Simplemente la lavadora, pero a mi me basta un eco fuera de sitio para imaginarme en cualquier lugar que no sea este, para creer firmemente que nada es verdad, que todo es un juego de mi cerebro que siempre va por delante de esa abstracción concreta que creo que soy yo. La hora de comer se me pasa, como todos los arroces del mundo, como pierdo los autobuses o recuerdo un día después mi cita para ir al INEM. Después caigo en la cuenta de que tampoco serviría de mucho y tranquilizo mi conciencia con la consciencia de la falacia del tiempo y su látigo. El viento atraviesa las habitaciones y deja su rastro en mis escritos. El suelo lleno de papeles y mi cabeza por fin vacía de ese polvo antiguo y triste que cogen los libros en las estanterías. No estoy esperando ninguna respuesta. Hoy no. Hoy no necesito el consuelo de un propósito, porque comprendo que la vida va únicamente hacia la muerte y en mis manos está elegir el camino, no el destino de llegada. ¿Será esto la paz? ¿Será esto por fin el final de todas las guerras? ¿Será el vacío que tanto he temido? Para estar tan hueco como parece al contarlo, este aire tiene un sabor profundo. Sabe a cartas antiguas, a calabacín y espicanas, a semillas físicas y psíquicas, a la poesía que soy incapaz de separar de mi piel por mucho que restriegue con un estropajo. Ha vuelto el sueño a pintar la luz de las mañanas, ha vuelto la lucidez de forma mansa como un perro casero y viejito que no necesita mucho para vivir. No es el disfraz que más me gusta para ella, pero entiendo sus ritmos porque entiendo los míos. Más silencio pero no menos poesía, más oídos pero la lengua no consigue desafilarse. Me tienen una envidia arcaica la piel de los peluches y los filos de las navajas sólo por la sinceridad que cargo sin filtros en la mirada. No tengo la culpa de nacer con una expresión hambrienta, con dos o tres cráteres por ojos, con cuatro carácteres dispares según el momento del ciclo, con cinco sentidos y medio, con seis seis seis pares de dientes dentro de la boca. Fueron ya mi decisión los siete pecados del sueño, las parálisis y los jardines, las ocho maravillas que no conseguiré volver a besar, los nueve días de duelo y los diez de vuelo, los once cortes de pelo para sentir el viento, los doce crepúsculos que iluminaron el sendero cuando creí morir junto a la mentira. Las trece rosas de mi instinto, mi adolescencia incomprensible, mi adultez negada, mi niñez actual y tardía que lucha siempre por volver al sitio que plantamos juntas hace tanto tiempo. Los catorce minutos tarde que llego cuando no quiero ir, los quince rotos en mi cuerpo del exhausto agosto. Las dieciséis verdades que me atrevo aún a escupirle al espejo. Los diecisiete restos de la saliva que nunca he sabido limpiar. Las dieciocho cosquillas que necesita mi tripa para curarse, los diecinueve engaños que preceden a los besos y las veinte verdades que los suceden. Los ventiún lobos enseñando las fauces, los veintidós galgos que salieron corriendo, cada uno en una dirección arrastrando los pedazos de cualquiera de mis imágenes. Y el cero del silencio, del vacío y la muerte, el cero de la mirada limpia, las expectativas innombrables, el descanso que anhelo y al que aun no quiero llegar. Todo esto y lo que seguiría si pudiera parar la vida para escribirla. Nada de esto, en realidad, cuando sólo me concentro en respirar por la nariz entendiendo que está para eso. No acaricio ninguna dualidad entre las manos, las lavé con mis lágrimas hasta descubrir por fin la multiplicidad de lo único. Y ahora que la pluralidad es simple, ya no espero, ya no sufro, ya no echo de menos lo que nunca tuve. ¿Será esto esto la paz, el vacío, el fin? ¿Será esto, por fin, el auténtico principio?


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