domingo, 23 de enero de 2022

Dejar atrás la vida que tenías es también coger con tus manos el pedazo de barro virgen de la que tendrás. Mojarte los dedos para darle forma y acariciar despacio esa resbaladiza masa de posibilidades. Es romper el antiguo cuenco que te contenía. Romperlo en mil pedazos y ver como se hace añicos, dejar salir eso que eres y que todavía no comprendes y casi que rezar porque no se pierda en este mundo inmenso mientras tú tratas de modelarle una nueva cárcel. Quizá esta vez más grande o más limpia, quizá más oscura o diáfana. 

Dicho así suena terrible, nos pasamos la vida buscando recipientes en los que derramarnos para espantar el miedo de filtrarnos en la tierra y dejar de ser quien sea que somos. ¿Pero no es acaso el cuerpo el primer recipiente? ¿No son acaso estas manos que me permiten escribir una carcel de hueso y carne para aquello que está más allá de lo que soy? 

Buscar la esencia es inútil, la esencia aparece, está y es en cada cosa que hagamos, es un filtro único que envuelve nuestros sentidos para poder experimentar el ser más allá de sabernos un engranaje en una máquina eterna e inmensa, compuesta en su mayoría por materia oscura y vacío. 

Buscar la esencia es sentarme a escribir, con estos dedos-cárcel de este cuerpo-cárcel esta palabra-jaula que ni siquiera he inventado yo, es coger la forma de los símbolos para expresar mi ser, rebuscar abrazada por las rejas del lenguaje. 

Si todo es cárcel, qué paradójica entonces es la libertad de la poesía. Si todo es cárcel, cómo mi cuerpo-jaula puede regalar a mi ser la sensación de los besos y las caricias. Si todo es cárcel, cómo esa cárcel puede darnos la libertad de sentir su propia falta, de amar y odiar y sentir en las tripas la vida aullando sus posibilidades. Y, sin embargo, todo es cárcel y todo es jaula. 

El mundo y quienes lo habitamos sólo somos recipientes para un contenido inmenso e inmaterial.



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